Obra
El espacio transfigurado de Paloma Torres
Rosa Beltrán.
Somos seres del tiempo. En él transcurre lo que somos y en él surgen las obras que, sin saberlo mientras las llevamos a cabo, hacen de nosotros aquello en lo que nos convertimos. Según Schopenhauer los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto; los treinta siguientes, el comentario. De ahí que la segunda mitad de la vida nos pasemos reflexionando en quiénes hemos sido a partir de la suma de los actos de nuestros días. Pero somos también el espacio que nos rodea. Ese sitio todo abarcador, mutante, que determina nuestra manera de ver el mundo y la transforma. En el espacio están contenidas todas nuestras obras, nuestras relaciones y experiencias. Las de Paloma Torres lo están por partida doble: es, literalmente, hija de un constructor de espacios. Proviene de una familia de arquitectos. Y esto fue parte de lo que la hizo darse cuenta de la magia: “en el taller de escultura de Gerda Gruber me di cuenta de que con levantar la mano podías construir tu casa, tu entorno, de que con la mano y la materia tenías el control de lo que quieres hacer”.
En casi 30 años de trabajo lo que ella ha hecho es interpretar los distintos espacios a través de la materia. Sembrar el espacio con interpretaciones de su mirada, haciendo un recorrido por las diversas edades donde el barro, la madera, los textiles dejen su impronta.
Desde sus inicios en los años ochenta, la ciudad se manifiesta como el escenario por excelencia. Y ya entonces su mirada es irónica, no concesiva. El primer paraíso en que aparecen Adán y Eva es la ciudad de México, un edén que no se parece al bíblico y que será revisitado por Paloma varias veces. Se trata de una urbe en la que no puedes ver el horizonte, un paisaje que requiere de una educación visual y emocional para comprender que el espacio es un recorrido vertical, hecho de un sinfín de viviendas, pero es también el bosque de concreto en que se muere un árbol cuyas ramas son los cables que lo asfixian. En la representación de ese espacio el color es determinante. El código específico que marca los comercios en la ciudad de México (amarillo para las tortillerías, azul para las tlapalerías) aparece interpretado de distintas formas. Las primeras piezas –esos edificios del Carrillo Gil– eran ya coloridas pero al poco tiempo el paisaje evoluciona y se dirige a la crítica del hacinamiento, a la violencia de la deshumanización que se deriva de la falta de un espacio en que desarrollarse. La enajenación ante este orbe se manifiesta de varios modos. Algunas veces fue a través de una veladura blanca o negra como si mediante ésta la artista quisiera limpiar, poner orden al caos visual a través de una pantalla o como si con eso pudiera haber un cambio de lectura de lo que vemos: lo que está oculto, permanece. O mejor aún, por raro que suene: no todo lo que brilla es brillo. Más tarde, el hacinamiento y los espectaculares compusieron un entramado que entrelazaba la vida de pobres y ricos, que fragmentaba los horizontes y mostraba varillas y cables como si entre nosotros y el cielo hubiera telarañas o como si en las azoteas de las casas habitaran manos abiertas llenas de dedos. Una visión donde todo se entrelaza y produce una sensación de agobio democrático, de deterioro colectivo.
No importa si la crítica se hacía desde una pantalla física, como emulando las mallas con que en el año 2000 se cubrió el entonces D.F. para su restauración, o si era a través de exagerar la consecusión de un edificio y otro, de un material y otro y captar ese todo mediante una fotografía aérea que hace que se pierda la nitidez de cada objeto, el resultado es el mismo. Mostrar la pequeñez de los seres humanos frente al mundo construido; hablar de un tránsito por las ciudades que ya no es individual sino masivo.
Y no obstante, frente a esta colectivización de la mirada y esta experiencia del espacio casi impersonal, hay un interés de Paloma por hablar del yo. Porque la experiencia del mundo tiene que ver con oler, tocar, sentir desde una única forma, la nuestra, que es para cada uno irrepetible. Para Paloma, hacer un objeto es apropiarse del mundo; construir el objeto es verbalizarlo de un modo visual. Representar la huella del padre en una serie de esculturas que tienen enquistadas sus radiografías; hacer piezas únicas en barro donde queda atrapada la emoción del momento que está viviendo. O que ha heredado: Paloma es una de las artistas más interesadas e informadas sobre nuestra tradición y nuestra cultura. Detrás de sus grandes columnas está la “Cerámica de Occidente” que tiene piezas de 1.50 m de altura, algo nada común en esa época y los Atlantes de Tula, esos enormes monolitos que gracias a sus vacíos y sus huecos hacen con el espacio una suerte de “escultura aérea”. Pero hay también vestigios de la escultura maya y de las técnicas que requieren cierta preparación y son por tanto cercanas al trabajo artesanal. Y en la elección de sus materiales hay un contacto profundo con el pasado y con la naturaleza. Barro, cerámica, madera, textiles; el material es más una forma de investigar en otros lenguajes diferentes maneras de hacer hablar el pasado en el presente.
Del padre y la madre le viene esa fascinación por la memoria y por los viajes. De niña, se sentaba feliz en la sala de su casa y miraba con un peculiar placer las diapositivas que su padre ponía en el proyector cuando de regreso de algún viaje por el mundo (Grecia, Roma, Egipto) el arquitecto Ramón Torres compartía con sus hijos la emoción de recorrer de nuevo esos edificios del pasado, dándoles clases a domicilio y gratuitas. Me gusta saber que Paloma que ha viajado tanto y en las más inverosímiles condiciones no volvió a sentir el placer de aquellos otros “viajes” hechos a través de las palabras de su papá. “La primera vez que estuve en el Coliseo romano pese a lo imponente del lugar sentí que algo me faltaba. Era el sonido del proyector, ese trac trac que acompañaba como música de fondo la película”. De esa generación de arquitectos, pintores, escultores, escritores (su madre, Dolores Estrada, es también creadora de mundos hechos con palabras) que quiso ver los rasgos únicos de nuestro país, Paloma conserva el interés por reinterpretar la tradición en un arte que siendo contemporáneo se presenta como un contradiscurso al mundo industrializado.
No creo que exista una escultora mexicana que haya hablado tanto y con tanta precisión sobre los cambios de esta ciudad (y, en última instancia, de las grandes ciudades) como Paloma Torres. Su obra es un intenso recorrido por la vida de una generación que sólo se explica a partir de lo urbano; de su momento más habitable, sí, pero también de su atroz deterioro.
Ambas hemos mirado muchas etapas del cambio de la ciudad desde el balcón de su taller o desde mi terraza. Hemos visto crecer el amasijo de cables y poblarse los muros de grafitti; hemos oído misas enteras en megáfono estando en su casa (y fuera de la iglesia); vimos la construcción del Segundo Piso del Periférico. La he visto ir a fotografiar en helicóptero el Bordo de Xochiaca, ese colosal vertedero donde se tiran 12 mil toneladas de basura al día e ir a fotografiar el subsuelo de la ciudad en la construcción de la nueva línea del Metro. Hemos compartido un crecer y un transformarnos, lo mismo que la ciudad, en el tiempo.
En México, todos aspiran a “tener casa propia” y a “echarle un segundo piso”. Estando ambas frente a un edificio cuyas varillas oxidadas sobresalen de la azotea le pregunto: “¿Tú tienes un relato que defina esta ciudad, que hasta hace poco era el Defe?” Paloma da una calada a su cigarro y mientras saca el humo señala las varillas del edificio y me dice, convencida: “Sí, México no debería ser la ciudad de los Palacios; debería ser la ciudad de los castillos”.