Obra
Paloma Torres
Miquel Adrià
El trabajo de Paloma Torres se sitúa en un territorio donde se encuentran y solapan la escultura y la arquitectura: entre el monumento y la ciudad, o entre el ornamento y la función. En buena medida su obra retoma cierta tradición mexicana que ha tendido a acercar ambas disciplinas y hasta a confundirlas. Los antecedentes de Juan O’Gorman, Luís Barragán, Mathías Goeritz, Ricardo Regazzoni o Alberto Kalach dan muestra de ello, desde ambos lados de esa frontera intangible que permite convertir una biblioteca en un mural, una pared en monumento o unas torres en íconos urbanos.
Los paisajes metropolitanos de Paloma Torres son síntesis de un momento, son extractos de una unidad habitacional en relieve o de un fragmento de ciudad congelado entre cables.
Sus columnas son autónomas, son hitos que se conmemoran a sí mismas. Son objetos. En arquitectura, lo que cuenta es el espacio que se libera entre columnas. Quizá suceda lo mismo en el bosque. Las columnas son instrumentales y el espacio que definen es el protagonista, es el objeto. Aquí, sin embargo, se invierten los valores, se positivizan las columnas. Toman de la arquitectura su antes y su después: las obras en construcción o las ruinas. Varillas abiertas hacia el cielo o deformaciones del prisma platónico, son sujetos que paradójicamente no sostienen, pierden su uso para adquirir significado.
La metrópolis es el escenario predilecto de Torres. Fascinada por lo provisional, por el artefacto, fija instantes en cerámica y bronce que dejan entrever un deleite estético más que una lectura crítica sobre la trivialidad del artificio urbano. Desde la literalidad de los títulos con que bautiza a sus obras, Paloma Torres atrapa paisajes urbanos en el pentagrama de los tendidos eléctricos para congelar lo que es efímero y flexible. Sus temas –como sus materiales- cristalizan lo etéreo, solidifican lo fluido. Fijan un tiempo y definen un espacio. Sus bosques de columnas tatuadas en obras como edificios con amarres y en edificios con cables, parten de la literalidad de la referencia arquitectónica, para tomar distancia en el proceso, para retroceder a su esencia y de ahí contar su historia, sus partes, sus uniones y sus cicatrices. En conjunto de ciudad, las columnas de bronce convertidas en representación de un conglomerado de rascacielos cilíndricos y aterrazados, a escala humana, se despegan de la referencia germinal para abstraerse en la sensualidad del material, en la repetición de las plataformas paralelas, en la tensión generada por la proximidad entre ellas. Sus falos de paisaje blanco son quizá las piezas más sensuales y antropomorfizadas. Columnas sin capitel o torsos sin cabeza que bajo el vendaje se adivinan ambas condiciones de columna y cuerpo. Paloma Torres cuenta con imágenes -con objetos- lo que ya existe. Lo reafirma e interpreta.
La arquitectura no está hecha de espacio y piedra, sino de impresiones. No se construye un edificio sino una idea. La escultura en cambio, está hecha de materia. De barro que se manosea -se hace a mano- se acaricia y se cuece. Y para ambas –arquitectura y escultura- lo importante no serán ya los espacios sino la atmósfera que genera. Y ahí, en la recreación de la atmósfera urbana, es donde Paloma Torres nos lleva.